domingo, 1 de junio de 2008

(013) Alea Jacta Est

El lugar descansaba con su cansina tranquilidad diaria, y apenas, si se escuchaba el parpadeo de una polilla errante; era la biblioteca del pueblo. Una construcción soberbia y antigua, que databa de fines del siglo anterior, albergando una importante colección de impresos.

El bibliotecario era un hombre sumiso y responsable de su trabajo, así pues, dedicó cada parte de su tiempo en orientar sobre “Best Sellers” y todo aquel libro y/o documento que era muy buscado o premiado. Sin embargo solía dedicarles tiempo a esos otros que realmente le interesaban, que despertaban su curiosidad, que incitaban su sed literaria. Su aspecto físico no era del todo irregular, su morfología denotaba sus antecedentes sajones: alto, cabello castaño claro, y con acentuada papada; piernas largas y una leve tendencia a acumular grasas en su cintura, aunque se preocupaba en hacer algo de ejercicio en un club no muy lejano al trabajo y que estaba en dirección a su casa, trayecto que lo hacía caminando pues entendía que debía mejorar sus aptitudes físicas. Ya estaba cansado de vivir solo, y se había propuesto conseguir una compañera.

El Director, en cambio, era tosco en sus movimientos debido a su obesidad y, a pesar de su puesto, era un fumador empedernido. Totalmente autoritario y con ideales similares a un dictador, se paseaba por las diferentes salas del inmueble, más por perturbar la vida del bibliotecario y jactarse de su posición, frente a los demás, que por un verdadero interés en su función directiva, lo que indudablemente, era cuestión más de contactos que de méritos.

Los días se sucedían sin mayores inquietudes, el pueblo que habitaban era muy tranquilo y, curiosamente, reflejaba un parecido a las afueras de Londres. La población, llegaba a la cifra de 350.000 habitantes, casi se conocían todos entre sí, y había pocos extraños, algún que otro vendedor viajante, y uno o dos vagabundos. Éstos rápidamente eran indagados por la policía local y echados fuera del pueblo, para evitar posibles complicaciones.

Un día como cualquier otro, llegó un vendedor viajante que gustaba de la lectura y pronto se puso en contacto con la biblioteca. Aunque sus gustos no indicaban un gran intelecto literario, no preguntó por “Best Sellers”, sino por algún libro con cierta profundidad, citando incluso autores latinos y antiguos, de temas variados.

El bibliotecario nombró alguno de ellos y le recomendó otros.

Sin titubear, el viajante tomó la lista y comenzó a consultarlos a los efectos de decidir cuál de ellos le resultaría más interesante, y acorde a su estado de ánimo actual, para leer.

Su decisión no se hizo esperar y tomó uno de ellos de uno de los tantos y tantos estantes de la vasta biblioteca. Al entregarlo al bibliotecario para su identificación, notó que se había lastimado uno de sus pulgares, no lo dudó, metió su mano derecha en el bolsillo en busca de su pañuelo, para evitar manchar la excelente alfombra, púrpura estampada con flores de lis, que cubría el piso de la biblioteca.

El bibliotecario pidió el documento de identidad al viajante; las reglas de la biblioteca eran muy claras y se indicaban en un cartel dispuesto a las espaldas del bibliotecario: “Todo libro y/o documento de la biblioteca se prestará, entera e indiscutiblemente, contra entrega de documento de identidad. La Dirección”, y le inquirió tres días para su devolución.

El viajante iba a increparle, debido a que se conocían muy bien, pero vio el cartel y se contuvo. Habían entablado una amistad dese hace varios años. El pueblo estaba en su ruta habitual, no había querido cambiarla a pesar de los beneficios de incrementar sus ventas, debido a la amistad lograda a lo largo de su vida, y un pasar que no le permitía grandes lujos, aunque su soltería le concedía la posibilidad de un buen status. Lo que sí le pidió fue un plazo mayor de devolución, puesto que estaría un mes y no le daría el tiempo de leerlo.

El bibliotecario hizo caso omiso al petitorio, embolsó el libro y se lo entregó, volviendo a sus tareas habituales.

No era el mismo de siempre, algo le preocupaba, algo le molestaba. La simpatía que siempre tenía había desaparecido, la bondad en su mirada había cambiado, la sonrisa, que siempre emanaba de su cara, había emigrado.

Al cuarto día y como era usual a diario, el Director le exigió un listado de aquellos libros no devueltos, y extrañamente, encontró un libro. No era otro que el prestado a un extraño de profesión viajante. Sin vacilar demandó al bibliotecario su inmediata recuperación.

Éste, tomó su saco y se dirigió al hotel en el cual se hospedaba su amigo.

Al llegar, vio un marco de público y varios vehículos policíacos. Decidió entrar por la puerta trasera, la de servicio, y subió en el ascensor hasta el primer piso. Sin ser visto se escabulló hasta el cuarto del viajante, la puerta estaba entreabierta y entró.

El orden era impecable, la fama del hotel así lo requería y de ello se vanagloriaba.

En el sillón había una persona sentada y allí se encaminó. Cuando le miró a la cara para reprocharle su atraso, hubo de taparse la boca, un sudor frío lo estremeció, quiso gritar pero las cuerdas vocales permanecieron tiesas, congeladas. Sintió que toda la habitación se cernía sobre él, y salió corriendo rumbo a la biblioteca. Ni siquiera se acordaba del libro, asimismo cuando llegó a la esquina de la biblioteca lo recordó, pero no podía olvidar su rostro o lo que quedaba de él, totalmente ensangrentado.

Al llegar a la biblioteca, el Director le dijo satisfecho: “Así me gusta, que haga bien su labor”.

El bibliotecario estaba tan perturbado que no había escuchado sus palabras, y si lo hubiese hecho no las habría entendido.

Se sentó en su escritorio, situado detrás del mostrador, y bebió un sorbo de agua mineral que tenía encima del mismo. Le llamó la atención ver al Director muy sonriente y resolvió revisar los estantes.

Solitario e inmerso en el inmenso océano de la biblioteca, su lomo no sobresalía de los demás a no ser por su color negro profundo. Su textura indefinida laceraba la piel, cual arado de reja sin uso; sin descartar una helada sensación, que penetraba hasta los huesos. Al abanicarlo, sus hojas enmohecidas despedían un olor característico, casi nauseabundo que provocaba arcada, y un color amarillento declaraba su antigüedad, aunque presentaba unas extrañas pintas rojas.

No era muy buscado por los lectores, la gran mayoría de ellos desconocía su existencia.

Al parecer no era muy popular, y el bibliotecario sólo lo había clasificado, sin siquiera leerlo.

Tenía la posibilidad de leer tan sólo unos cuantos, dado que la biblioteca era muy extensa, ya que llegaba a una cantidad que sobrepasaba las 20.000 unidades.

El Director le había dado una orden directa al bibliotecario: “Lea solamente los más pedidos. Y no pierda tiempo con los demás. Si preguntan, sólo guíelos hacia la ubicación de cada uno del resto.”

Esa noche al terminar su labor, y sin pensarlo siquiera, tomó el libro y se dirigió a su casa, olvidando pasar por el club, como lo hacía día tras día.

No quería perder tiempo, debía leerlo lo más pronto posible, no podía entender cómo el libro había llegado a la biblioteca, dado que en la ficha de préstamo, no figuraba la fecha de salida que él, exactamente cuatro días atrás, había escrito.

Llegó a su casa y tras cerrar la puerta de calle, sacó su abrigo y lo colgó en el perchero que se encontraba a la entrada de la sala.

Como acto reflejo, se sentó en su sillón preferido, al lado de la ventana que daba a la avenida principal y abrió el libro.

Su título era algo elocuente:

“Alea jacta est...”

Le recordaba la gran frase de un gran conquistador de la era romana, Julio Cesar: “La suerte está echada...”. Y aunque el resto del título no lo podía leer claramente, la fecha que se leía al pie de la página decía:

Enero 09, IL a. C. (3)

La página siguiente indicaba los capítulos y sus respectivas páginas:

“Capítulo I: La conquista............................... página 9

Capítulo II: La derrota............................... página 666”.

Sin más trámite, comenzó su lectura y a medida que iba leyendo, una fuerza extraña se apoderaba de su persona. Al finalizar el primer capítulo, sus pensamientos habían cambiado, ahora lo hacía de forma positiva.

Llegó a creer que podía ser el nuevo alcalde del pueblo, el nuevo presidente del país; sus deseos de conquista del mundo habían comenzado, podía tener al mundo en sus manos, y sin tarjeta de crédito.

En ese instante sonó el timbre, y aunque había estado sonando por largo rato, no lo escuchó sino una sola vez.

Al abrir vio como una chica, vestida con el uniforme de la pizzería del pueblo, sostenía un paquete y le decía: “Son 57 pesos, como siempre”.

Él le pidió disculpas y le hizo pasar, ella accedió, y no obstante la diferencia de edad entre ambos, hicieron el amor.

No podía creer lo que estaba sucediendo, habían transcurrido varios años desde la última vez que había seducido a una chica, y debía seguir leyendo para poder asimilar toda la sabiduría que ese libro contenía.

Así pues, dejó a la chica en su cama, y bajó para continuar su lectura, no podía esperar a la mañana, su vida había cambiado y sabía que también su futuro.

Llegó al sillón y abrió el libro en la página 666. Su mente se transportó en un inconstante delirio, y llegó al final del capítulo dos, a su última frase, que en latín decía:

“La suerte está echada...a la conquista, y

al final de la derrota, se asoma la muerte”.

Al pronunciar estas palabras, comenzó a sentirse algo raro, su ritmo cardíaco empezó a acelerarse, notaba como una ligera presión en sus ojos comenzaban a sacarlos de sus órbitas.

Las hojas del libro se agitaban constantemente y las letras, impresas en él, salían despedidas hacía la cara del bibliotecario, de cuyas heridas brotaba sangre salpicando las hojas. Éste no pudo hacer nada, sus manos descansaban inertes sobre el posabrazo del sillón, su mente ya no estaba en este mundo.

Al despertar el nuevo día, la chica bajó las escaleras y le llamó repetidamente, sin recibir una palabra de respuesta.

Al ver sus manos en el sillón fue hasta la cocina y preparó té para dos, se acercó sigilosamente, y habiendo llegado, sus manos dejaron caer la bandeja con las dos tazas de té sobre la alfombra, púrpura como la que se extendía sobre el piso de la biblioteca. Quiso gritar pero no pudo y el libro..., el libro no estaba ahí.



([1]) Nota del Autor: “En números romanos, significa: 49 antes de Cristo”.

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Datos del Autor

Mi foto
Nacio el 28 de septiembre en Montevideo, Uruguay. Ha publicado historias con el "nick" de Rosa M. Medina; y, terceros han publicado parte de sus poemas en "El Vocero" de San Juan, Puerto Rico. Estuvo viviendo en San Juan, Puerto Rico; y Loiza, Puerto Rico. Actualmente reside en Montevideo.